Israel y la diáspora después del pogromo
Es habitual, tanto entre sus aliados como entre sus haters, considerar a Israel una especie de superpotencia infalible incapaz de lidiar con todo y hacer frente a cualquier amenaza. Es, por supuesto, un error, como se vio en el pogromo del 7-0. Los israelíes son humanos y pueden fallar, o simplemente verse desbordados por la frenética actividad criminal de unos enemigos que parecen vivir únicamente para causar daño y destrucción a los judíos. Por eso no debemos dar por sentado que la operación de destrucción de Hamás será un éxito.
Mientras se desarrolla la operación y vamos conociendo los resultados me gustaría hacer una nueva reflexión sobre el efecto que el pogromo y las reacciones al pogromo tendrá en la relación de los israelíes, y de los judíos en general, con el resto del mundo.
El más obvio parece manifestarse ya y es el desengaño de las esperanzas de normalidad que podrían haberse colmado con la consecución del Estado. Parte del impulso inicial del sionismo obedecía a esa voluntad de normalidad. Si tenemos un Estado con policía y ladrones, con militares, fiscales y funcionarios mediocres, todos judíos, que animan a su selección cuando hay fútbol, podremos ser un país más en el concierto de las naciones. El Estado tenía que haber puesto fin a la milenaria condición judía de chivo expiatorio de guardia, pero no ha sido así.
Muchos israelíes, y la mayoría de judíos de la diáspora, se empeñaron durante décadas en atribuir este trato especial que se le reserva a Israel como nuevo judío colectivo al estado constante de guerra en la región y a las formas destempladas de sus halcones. El 7-0 y sus reverberaciones, en las calles polvorientas de las ciudades árabes y sobre el césped bien cuidado de los campus de EEUU, parecen estar apartando a muchos de esta idea.
En primer lugar, el estado de guerra en que vive Israel es consecuencia, y no causa, del odio al judío generalizado en el mundo árabe. Y la antipatía patológica a Israel es a los israelíes y no a los nacionalistas religioso o a los colonos. Las víctimas de las brutales atrocidades de Hamás en su razzia genocida en el sur no eran ninguna de estas categorías demonizadas, sino familias a veces tirando a hippies y jóvenes pacifistas que se divertían en una rave. Tampoco ellos merecieron la simpatía de los medios ni de una parte sustancia de la opinión pública extranjera.
La constatación sólo puede suponer un Israel no más replegado en sí mismo, sino crecientemente indiferente a las modas y las opiniones del mundo occidental en el que muchos pensaban que podían encajar sin renegar de su judaísmo. (Un primer signo muy concreto de eso ha sido sacar a Greta Thunberg, que expresó el otro día su apoyo “a Gaza”, de los libros de texto israelíes. La pregunta es, obviamente, qué hace Greta en los libros de texto de cualquier país.)
Esta tendencia podría reducir también, del lado secular y más escorado a la izquierda, la animosidad entre israelíes que ha caracterizado la vida pública del país en los últimos años. Uno de los reproches centrales que el Israel progresista le hace al conservador tiene que ver con la mala prensa que le da al país su mitad menos alineada a las tendencias del resto del mundo civilizado. El tratamiento de las principales instituciones globales progresistas al pogromo y a la guerra que libra Israel para castigarlo alienarán a muchos judíos de los tótems que abrazaron.
Estos acontecimientos también están teniendo efectos en la diáspora. Muchos judíos progresistas se han dado cuenta de que no pueden compartir tribu con quienes les ven como víctimas inevitables en el camino a la liberación interseccional de los pueblos. Cada día vemos en Twitter cómo aumenta el reguero de deserciones, que debería traducirse en la retirada de donaciones millonarias a universidades, museos y medios que promueven o blanquean la causa antisionista y en la fuga de cerebros, hacia opciones de progresismo humanista y racional como la que representa Bari Weiss, de los muchos intelectuales judíos que hicieron avanzar, a costa de su propia seguridad e integridad física, la agenda del anticolonialismo neocomunista woke.