Un abrazo de civilizaciones suicida
Pocas cosas más terribles después de las masacres del sur de Israel como las manifestaciones de izquierdistas e inmigrantes musulmanes celebrándolas que están teniendo lugar en todas las grandes ciudades occidentales, de Australia a Estados Unidos pasando por Reino Unido y la UE. Las imágenes de jóvenes plenamente asentados o nacidos en nuestros países, que también son ya los suyos, gritando consignas genocidas que desde el 7-O no nos pueden seguir resultando abstractas debería ser motivo de profunda preocupación. Tenemos dentro de nuestras fronteras un porcentaje nada desdeñable de ciudadanos de pleno derecho que, en el mejor de los casos, no ven ningún problema con los atentados o las matanzas genocidas si las cometen los de su tribu.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Por una ceguera voluntaria y empecinada que nos llevó a negar a ver lo obvio: que trasplantar una cantidad significativa de gente educada y socializada en las sociedades opresivas y presas del odio de las que huyeron era, inevitablemente, importar una parte de su fracaso. Sobre todo, en el caso musulmán, por la voluntad manifiesto de tantas de sus víctimas de perseverar en el comportamiento que las sigue condenando a ese fracaso.
Primero las élites, y después la mayoría de la población, tras años de escolarización y aculturización a través de los medios, el cine, etc., de la visión del mundo que la Unión Soviética promovió y las generaciones post-68 abrazaron con entusiasmo en todo Occidente. Una visión del mundo donde el actor al que se ha designado como víctima siempre tiene razón y es merecedor de simpatía.
El anticolonialismo indigenista que (mezclado con algo mucho más antiguo como el antisemitismo) anima hoy la apología y la disculpa de Hamás explica las simpatías generalizadas en nuestra opinión pública hacia multitud de movimientos de liberación en África, Asia e Iberoamérica que siempre tuvieron el rencor, el racismo y el crimen como divisa.
Para darse cuenta habría bastado observar y escuchar a quienes los sufrieron en Mozambique, el antiguo Congo belga o el Perú devastado por Sendero. Pero como las que ahora mata y tortura Hamás, estas víctimas cargan con el pecado original de ser instrumentos de la reacción y el imperialismo.
En los medios palestinos y de todo el mundo árabe, desde los púlpitos de las mezquitas y en los mítines de Hamás, la Autoridad Palestina, los Hermanos Musulmanes y otras organizaciones políticas del Islam allá donde tienen presencia son de curso común los llamamientos a la Yihad, las proclamas antisemitas y el desprecio automático por los infieles.
Nos habríamos ahorrado muchos problemas de haber atendido a Ayaan Hirsi Ali, al arabista francés Gilles Kepel (vale mucho la pena leer este largo artículo de Tablet que habla de él, en inglés) y a muchos otros que sabían lo que se cocía y sigue cociéndose en esos ambientes y llevan tiempo advirtiéndonos. Pero, casi sin excepciones, quienes tienen poder de decisión e influencia prefirieron obviarlos.
Las consecuencias las llevamos viendo mucho tiempo en forma de atentados periódicos. (El último de ellos en Arrás, Francia, con el apuñalamiento mortal de otro profesor este viernes.) Las vimos en Israel y las seguiremos viendo también en Europa, que mucho ha de cambiar para desarrollar la capacidad israelí de defenderse.