Un debate sudafricano sobre Israel
Miss Sudáfrica, Lalela Mswane. Foto: Twitter de Lalela Mswane
El gobierno sudafricano está presionando a Miss Sudáfrica, Lalela Mswane, para que se retire del certamen de Miss Universo que se celebrará el 12 de diciembre en Israel en protesta por el supuesto apartheid que el país anfitrión ejerce con los palestinos. La prensa israelí y judía ha escrito profusamente de la polémica, que ha sido debatida también en la página de opinión sudafricana Politicsweb. En un artículo titulado Por qué el ANC [Congreso Nacional Africano] deplora a Israel el profesor emérito de Estudios Políticos de la Universidad de Ciudad del Cabo denuncia la obsesión con el Estado judío del antiguo movimiento de liberación, y defiende las credenciales democráticas de un Israel que no es menos neutro en sus símbolos y políticas que muchos otros Estados multiétnicos a los que nadie acusa de etno-supremacismo. El texto de Shain tuvo respuesta a los pocos días por parte de Roy Isacowitz, un periodista israelí de origen sudafricano muy crítico con la pendiente cuasifascista por la que a su juicio se desliza Israel desde hace ya muchos años. Sin entrar ahora en los méritos de ese diagnóstico, Isacowitz tiene razón en reprocharle al artículo de Shain que ignorara el quid de la cuestión a la hora de juzgar las acusaciones de apartheid contra Israel. Shain centró su argumentación a favor de Israel en la situación de los árabes que viven en lo que en inglés llaman Israel proper. Es decir, dentro de las fronteras israelíes que la mayoría de la comunidad internacional reconoce. Pero el principal elemento al que aluden los críticos de Israel que lo comparan con la Sudáfrica del Partido Nacional boer se refiere a su tratamiento de los palestinos de Cisjordania, una región que Israel controla militarmente desde hace décadas sin que haya otorgado a los palestinos plenos derechos políticos. Israel puede considerarse una democracia normal si se atiende a lo que ocurre dentro de sus fronteras pre-1967, pero su presencia y relación con la población en Cisjordania son a todas luces una situación problemática sin parangón en la comunidad de Estados garantistas occidentales a la que pertenece. Controlar la vida y el destino de los más de tres millones de palestinos que viven en Cisjordania sin que estos puedan votar en Israel es, sin lugar a dudas, una fuente de injusticias y descrédito político extremadamente perjudicial para el Estado judío. Mientras comentaristas como Shain simplemente ignoran el problema, la izquierda idealista a la que pertenece Isacowitz aboga por la retirada total de Cisjordania y la creación de un Estado palestino o porque Israel deje de definirse como Estado judío e incorpore, tomando otro nombre, a los palestinos y los territorios que reclaman en una democracia posnacional. El ejemplo de Gaza obliga, por el momento, a descartar la primera opción. Como ha escrito esta semana Dan Schueftan en el pasaje sobre Al Sisi que cité ayer, el ejército israelí “es el único obstáculo en el camino al poder de Hamás en Cisjordania”, que, por la propia inercia radical de la sociedad palestina y la apatía de Fatah, no tardaría en caer en manos de los terroristas si la abandonara a su suerte Israel. E Israel puede vivir con la amenaza de Gaza, pero no multiplicarla permitiendo la instalación de otro régimen dedicado en cuerpo y alma a su destrucción en el corazón mismo de su territorio. Queda, pues, la salida del estado posnacional, o binacional. La solución plantea el riesgo demográfico de diluir la mayoría judía de Israel. Por una parte, supondría apostar por la convivencia, en una misma sociedad y sin la protección de vallas o fronteras, con tres millones de personas que probablemente votarían mayoritariamente a Hamás si la Autoridad Palestina se atreviera a convocar elecciones en Cisjordania. Además del peligro de atentados terroristas y otras acciones hostiles hacia los judíos, la solución de un Estado transformaría por completo el Israel que conocemos. En el proceso quedarían debilitados muchos aspectos definitorios de la vida en Israel sin los que no pueden entenderse los muchos éxitos del pequeño Estado de los judíos. Me refiero aquí, por ejemplo, a la confianza comunitaria y al sentido de propósito que el carácter judío del Estado imprime en el grueso de israelíes, pero también al revés que supondría para la cultura de la innovación y el debate público la entrada abrupta en el cuerpo social de más de tres millones de personas con una tradición radicalmente distinta. El ejemplo de la Sudáfrica del apartheid se usa a menudo para presionar a Israel en la dirección del Estado posnacional o en la de los dos Estados. A mi juicio, la patata caliente que Israel tiene con los palestinos de Cisjordania sí recuerda a la que tenía la Sudáfrica blanca con los sudafricanos negros, como lo hace la incompatibilidad de la sociedad israelí con las de la mayoría de países vecinos. Pero las lecciones que la historia reciente de Sudáfrica puede darle a Israel van, en mi opinión, en la dirección contraria. Aceptando la viabilidad de una democracia multirracial, los blancos sudafricanos se suicidaron como sujeto político, y han visto derrumbarse poco a poco la mayoría de lo que ellos consiguieron para un país que se parece cada vez más a la colección de Estados poscoloniales fallidos que por desgracia es África. Israel debe mirar a Sudáfrica no para apresurarse a poner fin a la situación desagradable pero de momento inevitable en Cisjordania, sino para resistir ante los idealistas y los malintencionados y no caer en una idolatría de la democracia que sólo traería desastres.