Por un puñado de shékels
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Un suscriptor del Correo de Israel señalaba con justicia y humor una errata en el correo del miércoles. Yo había escrito que “Desde su llegada al poder el pasado junio, el gobierno de Israel ha prestado a la entidad palestina de gobierno 500 shekels”, cuando debería haber dicho “500 millones de shekels”. “Creo que con 500 shekels la AP no va a poder hacer mucho”, decía en la sección de comentarios el atento corresponsal. El shékel está muy fuerte y sigue batiendo récords de cotización respecto del dólar, pero 500 shékels serían, en efecto, una minucia para la Autoridad Palestina (que, por otra parte, tampoco ha sido hasta ahora un ejemplo de ahorro y buena gestión). La réplica del suscriptor me sirve para introducir un tema del que quería haber escrito hace mucho: la fortaleza de la moneda israelí y sus consecuencias sobre la economía. El pasado 17 de noviembre, el shékel alcanzaba su máximo en 26 años respecto al dólar (3,07 shékels por billete verde), confirmando una tendencia al alza que dura ya muchos años y tiene efectos dispares sobre la economía. ¿Qué ha hecho del shékel la moneda más fuerte de entre las de los países emergentes? La tremenda pujanza exportadora de Israel y su capacidad de atraer capital extranjero. Gracias, sobre todo, a su sector tecnológico y de innovación, Israel recibe año tras año un creciente aluvión de dólares que disparan la demanda, y el valor, de la moneda nacional. La apreciación del shékel permite a Israel tener un holgado superávit en el balance de pagos del país (diferencia entre dinero que entra y dinero que sale). Gracias a la buena salud del shékel respecto al dólar y al euro, Israel compra relativamente barato en el extranjero, y los israelíes se pasean por el mundo con un poder de compra al alcance de pocos. Pero, como todo en la vida, un shékel tan fuerte tiene sus inconvenientes, sobre todo para los exportadores de industrias dependientes de procesos de producción física. Empresas como las que exportan tecnología, productos químicos o manufacturas ingresan sus beneficios en dólares que han de cambiar, a precios cada vez menos favorables, por los shékels en los que pagan los alquileres de sus fábricas, la materia prima nacional y los sueldos de sus trabajadores en Israel. La fortaleza del shékel, por tanto, encarece los procesos de producción, lo que hace a los exportadores menos competitivos en el extranjero y los empuja a plantearse mudar sus operaciones a países más baratos (como India o Europa del Este), una amenaza para los puestos de trabajo y los impuestos que le generan a Israel. Para protegerles, el Banco de Israel intenta corregir la excesiva apreciación del shékel con compras masivas de divisas. (Con el objetivo de equilibrar la balanza entre la oferta y la demanda de una y otra moneda, el banco central compra dólares para compensar las compras masivas de shékels con el dinero que entra de exportaciones e inversiones extranjeras.) A pesar de todo, un shékel fuerte parece estar siendo una bendición en el actual contexto de inflación global. Israel consigue salvarse de momento de la espiral inflacionista que afecta a Estados Unidos (6,8 % de inflación anual en noviembre) y Europa (4,9 %) y se mantiene, con un 2,3 % de inflación, dentro de la horquilla que Jerusalén se había marcado como objetivo (entre el 1 y el 3 %). Uno de los factores que han contribuido a mantener a raya a la inflación provocada por las perturbaciones en la cadena de suministro es la fortaleza del shékel, que permite a Israel comprar más barato en el extranjero y protege a los israelíes de la subida de precios en otras partes del mundo.